18 de septiembre de 2015

Arnaldo Tamayo Mén­dez , el primer latinoamericano en viajar al cosmos

El General de Ejército Raúl Castro despidió a Arnaldo Tamayo y a Yuri Romanenko, quienes tripularon la nave espacial SOYUZ-38.
En más de una oportunidad se mi­ra a las estrellas. En más de una oportunidad uno se pregunta, qué ha­brá allá arriba. En más de una oportunidad sueños con vuelos intergalácticos, han tenido bien ocupada la men­te de algún pe­queño o de otros no tan niños.
Lo que casi nadie valora como un hecho es la posibilidad de salir al espacio, menos, cuando se está ocupado en la carpintería o limpiando botas para ayudar a la familia, porque se vivían los tiempos antes del amanecer del 1ro. de enero de 1959.

“Yo fui hasta periodista —dice se­rio, pero no se aguanta la broma— no te imaginas la cantidad de periódicos que yo vendía”.

Pero llegó ese día y muchas cosas cambiaron. Un niño desde su Guan­tánamo podía as­pirar a “comerse” el mundo, cuando la vida en Cuba co­menzaba a moverse de prisa y se ha­cía realidad más de un sueño.

“El medio de donde uno proviene forma el carácter, y Guantánamo me formó en el patriotismo, el sacrificio y el trabajo, sin perder la alegría”, asegura.

Arnaldo es el nombre de un hombre feliz que nació el 29 de enero de 1942 y pasó a la historia el 18 de septiembre de 1980. Arnaldo Tamayo Mén­dez fue el primer guantanamero, cubano y latinoamericano en viajar al cosmos.

LA PREPARACIÓN
“Cuba y los países del antiguo Campo So­cialista formaron parte del Programa In­ter­cosmos fundado en 1967. Se hizo una convocatoria para futuros vuelos espaciales tripulados, donde la URSS ponía a disposición toda la tecnología espacial.

“A través de este programa co­mienza una selección y se toma la decisión de crear la Comisión Inter­cosmos que dirigía la Academia de Ciencias. Después se creó un grupo de trabajo del Consejo de Estado que la presidió el compañero Fernández (José Ramón)”.

Entonces, el hoy general de brigada y Héroe de la República era pi­loto de la base aérea en Santa Clara y el se­gun­do jefe de la brigada aérea.

La selección tenía varios requisitos: ser piloto con experiencia, no haber tenido accidentes aéreos por causas propias, dominar el idioma ruso y la preparación combativa.

“En esa convocatoria se reunió a 41 pilotos, que luego pasaron a ser 19 tras un chequeo mé­dico muy fuerte. Después unos médicos soviéticos vinieron y nos hicieron otras pruebas, preguntas… y el grupo quedó en nueve compañeros. De esos cualquiera podía ser el cosmonauta.

“La comisión gubernamental nues­tra se reu­nió y seleccionó a cuatro que fuimos a Mos­cú. Nos in­ternaron en el hospital de la Fuerza Aérea durante un mes, y ahí nos hicieron un chequeo médico muy riguroso, con equipamiento especializado y aprobamos tres.

“Con los exámenes buscaban la preparación física, el estado de salud que teníamos. Hay exigencias para los pilotos de combate, pero para ir al cosmos hay otras desde el punto de vista médico, físico y psicológico”.

Cuenta que regresaron a Cuba en febrero de 1978 y la comisión del país se vuelve a reunir. Es cuando se deciden definitivamente por José Armando López Falcón y por él. En marzo, estaban volando nuevamente a Moscú. Co­men­za­ría entonces la preparación.

Esta etapa incluía gimnasia matutina, ejercicios de calentamiento, con carreras en el verano y en el invierno, esquiar por el bosque. “Eso inició en marzo y duró hasta el propio día del vuelo en septiembre del 80”, asegura Tamayo.

Hasta esa hora no se sabía quién volaría, y estuvo entrenando junto a José Armando has­ta el último día. La decisión final se tomó 48 horas antes de salir al espacio.

“José Armando estaba tan preparado como yo. El entrenamiento físico fue muy fuerte: tres veces a la semana un ciclo de dos horas cada vez. En el gimnasio con los aparatos, ejercicios de fuerza, la cama elástica y otros, que buscaban la resistencia física.

“A eso se sumaba la preparación del sistema vestibular que era diaria. Teníamos que entrenar un ‘aparatico’ que está en el oído medio del sistema vestibular, para evitar el mareo, el vértigo… y mantener la orientación en el espacio.

“Ese ‘aparatico’ regula la estabilidad, el equilibrio, la orientación en el espacio, pues en el estado de ingravidez este sistema, al igual que los demás, tiene sus cambios, y sin esa preparación es mucho más difícil la adaptación”.

EL VUELO

Cuando habla de la primera vez que se sentaron en la nave SOYUZ-38, él y Yuri Ro­ma­nen­ko, hace énfasis en el olor a mueblería nueva.

“Nos sentamos como si saliéramos para ir a trabajar, se materializaba el hecho para el que nos estábamos preparando. La primera sensación ante la realidad de que en un tiempito corto íbamos a ser lanzados al espacio, fue un mo­mento, no de miedo, sino de mucho estrés, de mucha alegría, de emoción…”.

No piensa en nada. El cosmonauta está inmerso en lo que tiene que hacer, en la velocidad de la nave, en que todo salga como debe… Antes del despegue estuvieron dos horas y media chequeándolo todo.

En instantes vinieron a la memoria recuerdos de la infancia, de la vida en las Fuerzas Armadas, de la familia, de Guantánamo… pe­ro ya cuando co­mienza a moverse la nave, el hombre con escafandra se pone de lleno en lo que tiene que hacer, olvida lo demás.

“Despegamos el 18 en la noche hora de Mos­­cú. Eran las 3:11 p.m. en Cuba. Al otro día a las 7:00 a.m. cuando llevábamos varias horas de vuelo y teníamos que quitarnos la escafandra para ir a descansar, experimenté la primera gran emoción: atravesar Cuba, ver a la Patria desde más de 300 kilómetros de altura. Eran horas muy tempranas y se veía rodeada de un mar her­moso con diferentes tonalidades de azul”.

Alrededor de las escafandras hay más de una historia. Tamayo Méndez explica que es un traje especial preparado para que en caso de que la nave pueda despresurizarse, ella pueda proteger la vida del cosmonauta. En las condiciones de la Tierra el traje pesa 12 kilogramos, pero en el cosmos no hay peso, y se vuelve liviano. Igual que todo lo que está dentro de la nave.

La escafandra se infla con un me­canismo automático que tiene la cabina, a una presión con la que la persona puede vivir por un corto tiempo, porque sería usada en caso de una emergencia que pusiera en riesgo a la tripulación. “Te daba el tiempo necesario, unos 40 minutos, para regresar a Tierra”.

Cuando despega, dentro de la na­ve hay una temperatura que oscila entre 23 y 25 grados. Una funda aerodinámica la defiende de la fricción y la temperatura que se pueda producir durante la aceleración.

“En el regreso es cuando más se calienta, pues lo único que entra a la atmósfera es el módulo de descenso, lo que está hoy expuesto en el museo provincial de Guantánamo. Eso tie­ne una coraza de una fibra sintética que resiste mucho calor y afuera se producen hasta 2 000 grados de temperatura, el módulo se pone in­candescente y en la medida que va perdiendo velocidad esa temperatura se va reduciendo. En el interior la temperatura puede llegar hasta 50 grados, pero estábamos preparados para eso”.

Habla de los primeros días a bordo. El estado de ingravidez es hostil al organismo humano que está condicionado a la fuerza de gravedad, a la presión atmosférica y cuando sale de esas condiciones todos los sistemas dentro del organismo comienzan a cambiar.

“En mi caso la adaptación duró tres días. Tu­ve náuseas, vómitos, ma­reos, insomnio, ina­pe­ten­cia, dolor en las articulaciones. Al tercer día co­mencé a mejorar hasta que recuperé casi al 100 % mis posibilidades físicas. Ese tiempo de adaptación es normal, a algunos les dura más que a otros, en dependencia del entrenamiento.

También añade que entre las condiciones excepcionales estaban “las comidas especialmente elaboradas que vienen en un tubo co­mo los de pasta. Las carnes van en conserva en pequeñas laticas y ya vienen cortadas, pero todos los alimentos tienen alta concentración y ocupan pequeños volúmenes.

“Yo reduje el peso producto de la inapetencia de los primeros días, y por la cantidad de líquido que perdí porque es muy seco el clima, y las glándulas sudoríparas se disparan para mantener la humedad de la piel, luego el organismo va regulando las funciones y se adapta.

“En el regreso también se suda mucho, por las altas temperaturas, las vibraciones, el estrés, porque se está sometido a una gran tensión… Para mí el aterrizaje fue más tenso que el propio despegue, porque es una ‘bolita’ que viene indefensa para abajo, por un cálculo balístico que se prevé de antemano, y ahí cualquier error es fu­nesto, no hay oportunidad para equivocarse”.

El vuelo duró 159 horas, 49 minutos y nue­ve segundos.
Completaron 128 órbitas circunterrestres. Ca­da 24 horas terrestres eran 16 vueltas al planeta, una hora y media cada vuelta. La velocidad era de un poco más de 28 000 kilómetros por hora, aproximadamente ocho kilómetros por segundo.

LA MISIÓN

A partir del acople con la estación orbital SALIUT-6—SOYUZ-37, don­de estaban otros cosmonautas, em­pezó el trabajo de investigación. La misión era científica. La Academia de Ciencias de Cuba dirigió el proceso de preparación de 21 trabajos científicos, más otros seis del Programa Interes­pacial que no eran cubanos.

“Comprendían, mayormente, la esfera mé­dico-biológica, además de la fí­sico-técnica, la sicológica, así como la teledetección de los re­cursos naturales de la Tierra”.

Argumenta que eran experimentos con una profundidad tremenda, desde el punto de vista de la investigación donde muchos fueron puestos al servicio del futuro desarrollo de la cosmonáutica y de la ciencia espacial. Otros se pusieron en función de las diferentes economías que participaban en el programa, pero fueron trabajos de mucho rigor científico-técnico.

“La ciencia cubana se llenó de gloria, cumpliendo con lo que el Co­man­dante en Jefe había pronosticado: que Cuba debía ser un país de hombres de ciencia”, asegura Tamayo Méndez.

El acople significaba aproximadamente un 80 % de la misión cumplida, porque el objetivo era acoplar con el laboratorio donde estaban los equipos para hacer los experimentos.

El vuelo fue tranquilo desde el punto de vista del peligro, no hubo situaciones complejas. La tecnología trabajó bien, sin fallas, ni situaciones peligrosas, aunque el riesgo existe.

Dentro de la nave era el segundo, ha­cía de cosmonauta investigador, te­nía la primacía en cuanto a los trabajos de investigación y a la vez la función de ingeniero a bordo de la SOYUZ- 38.

“Tenía que ver con el funcionamiento de la nave, de los motores, con la orientación, con el trabajo de las comunicaciones, es decir toda la parte técnica y el funcionamiento de los sistemas a bordo.
Romanenko estaba al frente de la nave. “La relación con él fue muy buena, hicimos mucha afinidad. Nos llevamos bien hasta hoy, mantenemos una amistad que va más allá, es una re­lación de familia.

“Teníamos que cumplir ocho horas de descanso, pero realmente hacíamos entre tres y cuatro horas diarias, por el volumen de cosas que había que hacer y por el interés de mirar al universo, porque yo decía que si esta era la única oportunidad iba a dormir menos y mirar más hacia afuera”.

Asegura que hay cosas que con palabras son difíciles de narrar: “la belleza que se ve desde el cosmos, el planeta desde esa altura, el gas atmosférico que parece una cúpula de cristal protegiendo a la Tierra…”.

Dice que en el mes de septiembre había muchas tormentas en la parte de África y abundaban las descargas eléctricas. Se podía ver cómo los relámpagos se extendían por kilómetros y de noche parecían fuegos artificiales. “Yo en sueños hago mis vuelos a cada rato, es como volver a vivir esa oportunidad”.

Se fue a estudiar aviación con 18 años, llevaba 20 en la Fuerza Aérea y tenía 38 cuando viajó al cosmos, cuando en un arranque de alegría y en pleno vuelo dijo: ¡Yo vengo de allá abajo! / Tomado de Granma Digital.

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